Es invierno y está despejado, uno más en los 360 días al año que ofrece el valle del Limarí, según cuentan los lugareños de esta zona de la IV región. Avanzamos por la carretera 5 Norte hacia la viña Tamaya, perteneciente a la Ruta del Vino, que ha aprovechado tres de las potencialidades escondidas del injustamente rezagado valle del Limarí: la gran cantidad de empresas vitivinícolas que han utilizado los verdes valles del río para producir vinos de exportación; la impresionante herencia cultural del legado arqueológico y los paisajes prístinos de la cordillera de la costa. El recorrido está compuesto por las viñas Tamaya, Francisco de Aguirre, Tabalí, la productora de avestruces Ovatrus y la Hacienda Santa Cristina. En esta oportunidad iremos a la primera y a la última.

 

El Lugar que Domina

Tamaya es el nombre de un poblado vecino, así como de la viña que visitaremos, y nomina a uno de los cerros más elevados de la cordillera de la costa, precisamente el que cobija los viñedos y al que los diaguitas bautizaron como “Lugar Alto que Domina”... o Tamaya.

 

  

Las 108 hectáreas totales de vides que crean variedades notables de Syrah, Carmenère y Chardonnay, no solamente ofrecen la experiencia de transitar por una viña y probar sus variedades, ya que su terreno esconde varias sorpresas.

 

Un guía de la viña nos acompaña hasta un mirador a los pies del cerro, mientras explica las bondades de cada cepa. Desde arriba es imposible no mirar con admiración la potente imagen del valle de Limarí. Cerros ocres y campos verdes, lindo contraste; por el este la cordillera andina completamente nevada, mientras por el oeste entra libre el viento costero y húmedo.

  

     

Descendemos. Nos dirigimos a las piedras tacitas. Vestigio del paso centenario del hombre diaguita por la zona, la roca se encuentra resguardada en un cerco de cactus, a modo de identificación, en el yermo paisaje. Se trata de una piedra con varios huecos horadados, casi como un queso, en dónde se molían alimentos, minerales o se usaban para reservar aguas lluvias. La IV región tiene un notable registro de asentamientos indígenas reflejados en las ya mencionadas tacitas, pictografías, litografías y utensilios de cocina o caza. Lamentablemente han sido robados, ensuciados o rotos por ladrones, ignorantes y destrozones que flagelan la riqueza patrimonial de éstos.

   

Vamos ahora a la última parada antes del vino: el cementerio de Tamaya. Emplazado acá desde 1920, en sí, es todo una atracción. En cada una de las tumbas se alza una iglesia. ¿Cómo? Réplicas en miniatura de los templos serenenses. Colorido, lleno de flores de papel y con estas iglesias el lugar es único. Raro y por eso único.

 

  

La Casa de Baco

Imposible no bendecir al dios griego Baco al encontrarnos a las puertas de la viña y empezar a oler el embriagante aroma de cientos de litros de vino en producción. A pesar de no ser época de vendimia, la vida de la viña no cesa. Secretamente en toneles de roble de la sala de guarda hay vinos en espera de su mejor momento y la embotelladora continúa su constante producción.

La visita comienza con una detallada charla de la sala de recepción de las uvas, limpieza y selección. Posteriormente enormes tanques de metal reciben los caldos y los mantienen por tres semanas entre 16 y 21 grados Celsius. Salón siguiente y aparecen los característicos toneles de madera, roble americano o francés, donde se sucede la conversión del mosto a un vino con las características escogidas por el enólogo. Durante cuatro años los 225 litros de cada tonel esperan para ser embotellados en las modernas máquinas que realizan la tarea en el galpón anexo.

   

 

Última parada, la cata. Momento en que toda la técnica explicada anteriormente por el guía será aprobada por el paladar en forma de elixir tinto.  Me gusta el vino, porque el vino es bueno, decía el Temucano. Yo le doy mi voto. En el salón nos vigila un hombre toro, que es parte de la leyenda de Tamaya. Con doncella y todo envueltos en un cuadro que encabeza la sala. Al medio de una mesa con finas copas y flanquedos por centenas de botellas de guarda lista para el envasado, un Reserva Especial nos espera. Una vez descorchado, el placer de un buen Syrah-Cabernet Sauvignon hace su esperado efecto.

    

Santa Hacienda

Aún con el sabor del vino en la memoria, emprendemos rumbo hacia el paso final: la Hacienda Santa Cristina, donde almorzaremos. Son pocos kilómetros los que hay que recorrer hasta un desvío que cruza un pequeño caserío hasta que un gran portón nos da la bienvenida. Construida en el año 1930, la casona aún conserva los rasgos tradicionales del tipo arquitectónico de la época, vale decir, grandes patios internos o zaguanes, grandes dormitorios, gran living, etc. Sin embargo, la hacienda estuvo abandona por varios años y fue Paulina Gálvez, dueña del Chiringuito de Puerto Velero, quién rescató para sí la vivienda, transformándola ahora en una especie de casa museo.

        

 

La cantidad de objetos, cuadros y detalles que hay en el interior del espacio haría poner verde a cualquier anticuario o coleccionista. Desde la ornamentación de piezas y camas, hasta el hermoso comedor hacen notar el gusto de la dueña. La hacienda se prepara mientras para cosas mayores. Junto con la quesería, que con 500 cabras le da vida a quesos que se mezclan con orégano, ciboulette, merquén o papaya, se está terminando de construir una gran cabaña que será el restaurante que se ubicará junto a una gran piscina. Además cuenta con una mesa de pool, salones de evento y un patio en dónde un fenomenal almuerzo nos esperaba. Empanadas de distinto tipo, los quesos de la hacienda, camarones de río, panqueques de mariscos, entre otras se cuentan en el menú ofrecido por Paulina. La degustación, absolutamente recomendable, sumado a la amabilidad y sencillez de la dueña dan como broche de oro al recorrido.

   

 

Como para ir pensando en que los atractivos del Valle recién se comienzan a desentumecer para el mercado turístico nacional, agregándole, de paso, un valor agregado a la IV región y un reconocimiento largamente merecido a la zona del río Limarí.

        

Extracto texto Jorge López Orozco para Chile.com